"Hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor que se ha escrito nunca, porque luego siempre queda algo de esa voluntad. "
Gabriel García Márquez

martes, 1 de noviembre de 2011

Trabajo final

A partir de todos los trabajos prácticos realizados y el nivel de producción escrita alcanzado, proponemos la elaboración de un texto argumentativo o expositivo que cumpla con las características vistas en clases. El tema debe estar relacionado con todo lo visto en este proyecto.
Les recordamos que este trabajo es de carácter evaluativo.

Para cualquier consulta, pueden escribir a nuestros mails. 

Saludos. 
Carolina y Valentina.

PARA VOLAR LA IMAGINACIÓN: NARRAR CON MIS COMPAÑEROS

Siguiendo el orden dado en clase, continuar el relato respetando las frases anteriores que fueron
elaboradas por sus compañeros para producir un cuento que pueda incluirse dentro de Cuentos de
amor, locura y muerte de Horacio Quiroga. La frase que se debe continuar es:
“Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un buque abandonado. Si de día el peligro es menor, de noche no se ve ni hay advertencia posible...” 

Trabajo práctico: "La insolación"

Con un lenguaje evocador Quiroga plantea el conflicto entre hombre y naturaleza, tamizado por la mirada sabia de los animal
1. Resumir el argumento del relato. ¿Cuál es su tema principal?
2.     2. Esta es una narración de contrastes: realismo y elementos fantásticos, narración y descripción. ¿Predomina alguna de estas facetas o hay un equilibrio entre ellas? Razonar la respuesta.
3.    3. ¿Cómo se presenta en el cuento la relación entre el hombre y la naturaleza? Confeccionar un pequeño vocabulario con el léxico referido a la naturaleza y las labores del campo.
4.       4.  Observar cómo el punto de vista predominante es el de los perros. ¿Qué sentido tiene este recurso?
5.       5. Con la biografía de Horacio Quiroga, señalar qué puntos de conexión se encuentra entre la vida del autor y el cuento del mismo que se ha leído. 

La insolación

Nuestros queridos alumnos, aquí les dejamos el cuento que tienen que ir leyendo para luego poder realizar las actividades que en breve se las estaremos subiendo.

Muchos saludos. Sus profes.

LA INSOLACIÓN

Horacio Quiroga
El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto
y perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte,
entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil y, se sentó tranquilo. Veía
la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte,
monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del
monte. Este cerraba el horizonte, a doscientros metros, por tres lados
de la chacra. Hacia el oeste, el campo se ensanchaba y extendía en
abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.

A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría
reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la
calma del cielo plateado, el campo emanaba tónica frescura que traía
al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de
mejor compensado trabajo.

Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó al
lado de aquél, con perezoso quejido de bienestar. Permanecían
inmóviles, pues aún no había moscas.

Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:

--La mañana es fresca.

Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija,
parpadeando distraído. Después de un momento, dijo:

--En aquel árbol hay dos halcones.

Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaron
mirando por costumbre las cosas.

Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el
horizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas
delanteras y sintió leve dolor. Miró sus dedos sin moverse,
decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un
pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el
dedo enfermo.

--No podía caminar--exclamó, en conclusión.

Old no entendió a qué se refería. Milk agregó:

--Hay muchos piques.

Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de
largo rato:

--Hay muchos piques.

Callaron de nuevo, convencidos.

El sol salió, y en el primer baño de luz, las pavas del monte lanzaron
al aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros,
dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie
en beato pestañeo. Poco a poco, la pareja aumentó con la llegada de
los otros compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio
superior, partido por un coatí, dejaba ver dos dientes, e Isondú, de
nombre indígena. Los cinco fox-terriers, tendidos y muertos de
bienestar, durmieron.

Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del
bizarro rancho de dos pisos--el inferior de barro y el alto de madera,
con corredores y baranda de chalet--habían sentido los pasos de su
dueño que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, se
detuvo un momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya.
Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente, tras su solitaria
velada de whisky, más prolongada que las habituales.

Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas,
meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros
conocen el menor indicio de borrachera en su amo. Se alejaron con
lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo
presto abandonar aquél por la sombra de los corredores.

El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco,
límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener en
fusión el cielo, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada
en costras blanquecinas. Míster Jones fué a la chacra, miró el trabajo
del día anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada.
Almorzó y subió a dormir la siesta.

Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de
fuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los
perros, muy amigos del cultivo, desde que el invierno pasado habían
aprendido a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantaba
el arado. Cada uno se echó bajo un algodonero, acompañando con su
jadeo los golpes sordos de la azada.

Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente
de sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra
removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la
cabeza, rodeada hasta los hombros por el flotante pañuelo, con el
mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban de planta, en
procura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los
obligaba a sentarse sobre las patas traseras para respirar mejor.

Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño páramo de greda que ni
siquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vió de pronto a
míster Jones que lo miraba fijamente, sentado sobre un tronco. Old se
puso en pie, meneando el rabo. Los otros levantáronse también,
pero erizados.

--Es el patrón,--exclamó el cachorro, sorprendido.

--No, no es él,--replicó Dick.

Los cuatro perros estaban juntos gruñendo sordamente, sin apartar los
ojos de míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro,
incrédulo, fué a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:

--No es él, es la Muerte.

El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.

--¿Es el patrón muerto?--preguntó ansiosamente. Los otros, sin
responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud de
miedoso ataque. Sin moverse, míster Jones se desvaneció en el aire
ondulante.

Al oir los ladridos, los peones habían levantado la vista, sin
distinguir nada. Giraron la cabeza para ver si había entrado algún
caballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.

Los fox-terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado
aún, se adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de
la experiencia de sus compañeros, que cuando una cosa va a morir,
aparece antes.

--¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón?--preguntó.

--Porque no era él,--le respondieron displicentes.

Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las
patadas, estaba sobre ellos. Pasaron el resto de la tarde al lado de
su patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin saber
adonde. Míster Jones sentíase satisfecho de su guardiana inquietud.

Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la
calma de la noche plateada, los perros se estacionaron alrededor del
rancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su velada de
whisky. A media noche oyeron sus pasos, luego la doble caída de las
botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces,
sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos, al pie de la casa
dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozos
convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que
la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el
sollozo de nuevo. El cachorro ladraba. Había pasado media hora, y los
cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el hocico
extendido e hinchado de lamentos--bien alimentados y acariciados por
el dueño que iban a perder--continuaban llorando su doméstica miseria.

A la mañana siguiente míster Jones fué él mismo a buscar las mulas y
las unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba
satisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca
bien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido de
las mulas, la carpidora saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas;
pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había notado una
falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo,
recomendándole el caballo, un buen animal, pero asoleado. Alzó la
cabeza al sol fundente de mediodía e insistió en que no galopara un
momento. Almorzó en seguida y subió. Los perros, que en la mañana no
habían dejado un momento a su patrón, se quedaron en los corredores.

La siesta pesaba, agobiaba de luz y silencio. Todo el contorno estaba
brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho, la tierra blanquizca
del patio, deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en
trémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de los
fox-terriers.

--No ha aparecido más--dijo Milk.

Old, al oir _aparecido_, levantó las orejas sobre los ojos.

Esta vez el cachorro, incitado por la evocación, se puso en pie y
ladró, buscando a qué. Al rato el grupo calló, entregado de nuevo a su
defensiva cacería de moscas.

--No vino más--dijo Isondú.

--Había una lagartija bajo el raigón,--recordó por primera vez Prince.

Una gallina, el pico abierto y las alas caídas y apartadas del cuerpo,
cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince la
siguió perezosamente con la vista, y saltó de golpe:

--¡Viene otra vez!--gritó.

Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el
peón. Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con prudente
furia a la Muerte que se acercaba. El animal caminaba con la cabeza
baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que iba a seguir. Al pasar
frente al rancho dió unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se
degradó progresivamente en la cruda luz.

Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje
de la carpidora, cuando vió llegar inesperadamente al peón a caballo.
A pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora.
Culpólo, con toda su lógica nacional, a lo que el otro respondía con
evasivas razones. Apenas libre y concluída su misión, el pobre
caballo, en cuyos ijares era imposible contar el latido, tembló
agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó al peón a
la chacra, aún rebenque en mano, para no echarlo si continuaba oyendo
sus jesuíticas disculpas.

Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón,
se había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de
preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el
peón, cuando oyeron a míster Jones que gritaba a éste, lejos ya,
pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado,
el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su
casco y salió él mismo en busca del utensilio. Resistía el sol como un
peón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.

Los perros le acompañaron, pero se detuvieron a la sombra del primer
algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el
ceño contraído y atento, lo veían alejarse. Al fin el temor a la
soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.

Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia,
desde luego, evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línea
recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, el
diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado, retoñado desde
que hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas en
bóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques macizos. La
tarea, seria ya con día fresco, era muy dura a esa hora. Míster Jones
lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante y
polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga
y acres vahos de nitratos.

Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer
quieto bajo ese sol y ese cansancio; marchó de nuevo. Al calor
quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora
el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no
se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca
que no permitía concluir la respiración.

Míster Jones se convenció de que había traspasado su límite de
resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de
las carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le
empujaran violentamente el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando el
pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez... y de
pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminado
media cuadra, sin darse cuenta de nada. Miró atrás y la cabeza se le
fué en un nuevo vértigo.

Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de
fuera. A veces, agotados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se
sentaban precipitando su jadeo, pero volvían al tormento del sol. Al
fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.

Fué en ese momento cuando Old, que iba adelante, vió tras el alambrado
de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia
ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza y confrontó.

--¡La Muerte, la Muerte!--aulló.

Los otros la habían visto también, y ladraban erizados. Vieron que
atravesaba el alambrado, y un instante creyeron que se iba a
equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con
sus ojos celestes, y marchó adelante.

--¡Que no camine ligero el patrón!--exclamó Prince.

--¡Va a tropezar con él!--aullaron todos.

En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no
directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en
apariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de
míster Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo concluía,
porque su patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata,
sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya. Hundieron el rabo y
corrieron de costado, aullando. Pasó un segundo, y el encuentro se
produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.

Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero
fué inútil toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, su
hermano materno, fué de Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra y
en cuatro días liquidó todo, volviéndose en seguida. Los indios se
repartieron los perros que vivieron en adelante flacos y  sarnosos, e
iban todas las tardes con hambriento sigilo a comer espigas de maíz en
las chacras ajenas.

Trabajo práctico: "El almohadón de plumas"

Te proponemos que realices estas actividades de comprensión con tu compañero más cercano.

Actividades

1.      Responder las siguientes preguntas:
a) ¿Cuáles son los síntomas de la enfermedad de Alicia?
b) ¿Por qué los médicos no pudieron hacer nada por Alicia?
c) ¿Por qué en el día la enfermedad no avanzaba?
d) ¿Cómo se resuelve el misterio de la enfermedad de Alicia? 
2.      Determinar el/los tipo/s de narrador/es y ejemplificar con el texto.
3.      Caracterizar a los protagonistas del cuento. Registrar sus características más relevantes (cinco por lo menos).
4.      ¿Qué hecho instala el conflicto o complicación en la vida del protagonista? ¿Cuáles son las situaciones que desencadena?
5.      ¿Cómo reacciona cada uno de los integrantes de la pareja?  ¿Indica el narrador el por qué de estas conductas o lo deja para  que el lector lo infiera?
6.      ¿Cuáles son los datos que el narrador cuenta anticipando el final?
7.      ¿Existe una correspondencia entre la descripción de la casa y la relación que llevan los protagonistas?
8.      Para volar la imaginación, cambiar el final de la historia. 

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS

Chicos luego de haber discutido sobre La gallina degollada en clase y de plantear la próxima lectura, les dejamos el cuento para que lo lean. Presten atención y disfrútenlo muchísimo.
Cariños.
Sus profes.


El almohadón de plumas
Horacio Quiroga
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho  -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

viernes, 28 de octubre de 2011

Trabajo práctico: "La gallina degollada"

  1.  Responder            
a)      ¿Cómo es el vínculo del matrimonio antes del nacimiento de los cuatro idiotas?
b)      ¿Qué ocurre entre ambos luego de los cuatro nacimientos?
c)      ¿Qué significa la llegada de Bertita para los padres?
d)   ¿Crees que los cuatro hermanos sentían el desafecto de sus padres?, ¿Por qué?
e)   Desde tu punto de vista, ¿por qué crees que los chicos mataron a su hermanita?
f)     ¿Por qué se podría decir que este relato es un cuento de terror? Justificar con ejeplos del relato.
g)      ¿Te gustan este tipo de cuentos? ¿Por qué?
  1. Extraer del texto frases que caractericen a los cuatro hijos del matrimonio Mazzini-Ferraz. 
  1. Explicar qué determinaciones genéticas podrían ser las causa de la “idiotez” de los niños. 
  1. Confeccionar un cuadro con los valores y los antivalores que se desprenden del relato.
  2. Determinar la relación que existe entre el título y el contenido del relato.
  3. Según lo hablado en clase, determinar el simbolismo que utiliza Horacio Quiroga y cuáles anticipan la muerte.
  4. Proponer otro título adecuado a la historia. Justificar la elección.